Colaboración de: Edgar A. Contreras

 
Era el 2005, en marzo, cuando un peleador bajito, bien trabajado pero no con un cuerpo que impresionara a nadie, cabello a las orejas dividido justo en medio de la cabeza subía al ring a enfrentar a Erick “El Terrible” Morales. El peleador de Tijuana, estirando sus mejores años, había protagonizado una de las trilogías más atractivas y combatidas con más odio, en la historia del boxeo, frente a Marco Antonio Barrera. Del otro lado de su esquina, un tipo pequeño no paraba de saltar y sonreír a quien se le acercara, algunos pensaban que los nervios le provocaban la sonrisa, el tiempo nos dejó claro que aquel filipino ponía siempre por delante el corazón. Fue una de las mejores peleas que en mi vida pude presenciar. Yo servía cervezas en un restaurante donde la gente gritaba observando a dos tipos que dejaban el alma en cada round y el hambre de años en cada golpe. Había una fuerza y un estilo distinto en ese boxeador pequeño y extremadamente ágil, que le hacía imposible al Terrible Morales conectarlo como quería. Ese día escuché por primera vez el nombre de Manny Pacquiao.
 
Después de esa derrota las cosas fueron completamente distintas, cada vez que el “Pacman”, como le llamaban desde entonces, subía al ring con un mexicano, era casi imposible poder siquiera hacerle daño, su velocidad y fuerza eran muy superiores a las habilidades de nuestro mejor púgil, incluso las primeras dos peleas con Juan Manuel Márquez vistas con el tiempo justo, no pueden ser catalogadas como robo, pero ese es tema de otra columna. Era vergonzoso celebrar un gancho al hígado por parte de Antonio Margarito que detuvo unos segundos a Manny, y que luego, ya repuesto, le dio una clase de boxeo y humildad al “Tornado” Margarito, volteando la cabeza con el referee cada tres o cuatro golpes, esperando que ya pararan el combate.
Yo, como muchos, calculé una derrota segura e incluso la posibilidad de salir realmente lastimado, cuando se anunció la pelea entre Manny Pacquiao y Oscar de la Hoya. Oscar, a pesar de los años y que su velocidad no era la misma, representaba una de las historias más sólidas del boxeo mundial, menospreciada por el rencor que despertó en los mexicanos cuando venció en dos ocasiones al gran Julio César Chávez. Se esperaba una golpiza y así fue, lo pronosticado ocurrió pero en sentido opuesto al esperado. Desde que sonó la primera campanada, el “Pacman” salió a comerse a un De la Hoya lento y desconcertado al no encontrar nunca un peleador al cual poder tirar un golpe, caminaba por la lona con el puño en alto esperando encontrar un blanco al cual tirar sus golpes.
 
“Es como pelear con cinco Pacquiaos a la vez”
dijo Brandon Ríos después de su pelea contra el filipino, y el “Golden Boy” debió pensar exactamente lo mismo. Luego vinieron las “estrellas del momento”: Hatton, Cotto, Mosley, JM Márquez, y una lista de peleadores que se disputaban la cima del boxeo, a los que Manny fue derrumbando uno a uno, sorprendiendo al mundo del boxeo.
 

Keith Thurman & Manny Pacquiao 2 (Getty Images)

Hace algunas noches el “Pacman” lo volvió a hacer, contra todos los pronósticos, contra todos los impedimentos que la propia vida te trae con los años, volvió a dar la sorpresa contra un joven Keith Thurman que no supo cuándo es que comenzó y terminó la pelea. Ese sábado, catorce años después de la primera vez que lo vi enfrentar al “Terrible” Morales, frente al televisor, con un plato de carne en la mano y una cerveza en la otra, presencié, como aficionado al boxeo, uno de los mejores espectáculos que hace tiempo no veía. Con un Pacquiao inteligente que comprende que no es el mismo pero, aun así, tiene los pantalones para enfrentar un gran reto en esta etapa de su vida. Agradecí esa noche magnífica en la que descubres que el box no está muerto, que aún hay quien se sube al ring a darlo todo y no promete cada pelea que ahora sí se preparará como debe ser. Ese sábado entre comentarios que ponían a Manny a la altura de Muhammad Ali, entendí que no somos nosotros quienes vamos a darle un lugar al filipino, que pasarán varios años para poder apreciar, a la distancia, su verdadero lugar en la historia del boxeo, pero lo que sí nadie me puede quitar, lo que yo presencié ese sábado en la noche, fue a un guerrero dejando el corazón en el campo de batalla, combatiendo como si fuera el último round de su vida, como si aún fuera ese tipo pequeño y sonriente que cautivaba al mundo y que meses antes pasaba hambre en un gimnasio. Y es que, después de esa noche, uno sólo puede agradecer, dar otro sorbo a su cerveza y esperar que los guerreros como Manny Pacquiao no estén extintos.

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